El nivel de juego en el fútbol argentino es pésimo. Los
jugadores mediocres. El compromiso con los clubes no existe: a los seis meses
un futbolista ya se fue, los entrenadores también. Excepto contados casos, los
equipos transmiten alegría o emociones al público, son los menos. En la mayoría
los “profesionales” salen a la cancha con la mente puesta en irse del país y
mostrar sus habilidades para el colmillo de turno. Mientras que los más grandes
apenas pueden mover las piernas para correr la pelota y, así, “despedirse en su
casa”.
El puntero del Apertura se sustenta en un arco inexpugnable.
El segundo también. Solo se convirtieron 294 tantos 150 encuentros –menos de
dos por cotejo-. La fecha con más conquistas, la 7ª, ni siquiera llegó a 30, se
estancó en 29.
¿Y el gol? ¿Y ganar para gustar y dar show? ¿Y la dignidad
del hincha que paga para ver un espectáculo? Ni hablemos de la violencia y de
los (des)conocidos de siempre que espantan al asistente. Lo que devuelve el
campo aleja, aburre. Pero nosotros no somos seres normales. Absortos puteamos,
gritamos como desaforados, festejamos sin saber qué cuando creemos que la
pantalla chica nos da un estimulo.
Es como si un ser invisible, algo, o alguien, que esté más
allá, le robe a un pueblo lo que más disfruta. Inexplicablemente, nadie lo ve.
Pero todos, cuando llega el fin de semana, nos olvidamos del terminó antiguo
“belleza, nene” y pasamos al de la neolengua “es lo que hay”. De esa manera,
pasamos horas frente al televisor o vamos a la cancha. Muchachos, es feo, viene
siendo feo y, si no hacemos nada, puede ser más feo aún.
Ya sea en la
Bombonera , en el Carminatti o en el “Cilindro de Avellaneda”
los que triunfan son los que menos arriesgan. Los que menos goles reciben son
los héroes, a los que hay que emular.
Pero ¿Dónde quedaron esas ganas de ver un gol? ¿Las de
abrazarse con el desconocido para juntos rodar por la popular? Me aburre –y
perdón por la autoreferencia- este fútbol
Soy hincha de San Lorenzo. Sí, el de la Promoción. Cualquiera
tendría ganas de gastarme, podría hacerlo. Pero cuando ve la indiferencia que
me genera la situación se da cuenta que la cargada no tiene sentido. Mi corazón
es de hielo. Como Winston Smith –el protagonista del libro 1984- estoy
dispuesto a matar por volver a ver un buen partido. Si supiera de una fórmula
mágica capaz de devolverme ese deporte que creo recordar podría llegar a hacer
cosas que prefiero no escribir, para que el enemigo, el ojo del “Gran Todo
Pasa”, no me capture.
Él puede ser implacable, podría llegar a cortarme el cable y
no permitirme ver al Barcelona –único vestigio de lo que creo recordar-.
Incluso más, podría llegar a erradicar de un plumazo el fútbol en su esencia
misma, el que veo todas las tardes cuando saco a pasear a mi perra Lola por la
plaza del barrio. Con eso aún no pudo y no debo darle argumentos para que lo
intente.
Cualquier vestigio por querer devolver el fútbol viejo a los
cuadros argentinos puede enloquecerlo. Y nosotros, los que queremos que haya
algo más vistoso dentro de una cancha, podríamos desaparecer en la lucha.
¿Estamos dispuestos? Yo, sí.
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